sábado, septiembre 09, 2006

La Torre Eiffel.

La élite artística de fin de siglo se sentía ultrajada con el nuevo perfil que adquiría el cielo parisino. Un paisaje dominado durante siglos por las místicas torres de las catedrales góticas, se encontraba amenazado por una polémica estructura que crecía a ritmo frenético y debía alcanzar los 300 metros de altura. Así que 300 personalidades, una por cada metro, firmaron una carta en la que protestaban “con todas sus fuerzas, con toda su indignación, en nombre del gusto francés ignorado, en nombre del arte y de la historia francesa amenazados, contra la erección (…) de la inútil y monstruosa torre Eiffel, que la malignidad pública, a menudo cargada de sentido común y de espíritu de justicia, ya ha bautizado con el nombre de torre de Babel�.

Pero aquella “gigantesca y negra chimenea de fábrica�; “horrible pajarera� y “farola verdaderamente trágica�, ha terminado por convertirse, paradójicamente, en símbolo de Paris. Y posiciones tan obstinadas como las de aquellos artistas fueron muchas desdoblándose hasta convertirse en contradictorias: a Guy de Maupassant, uno de sus más fuertes opositores, se le veía a menudo en uno de los restaurantes de las plataformas. El decía que adoraba comer en la torre, porque era el único sitio de Paris donde no podía verla. Yo me atrevo a decir que cuando un espacio arquitectónico logra conmovernos, es capaz de derrumbar cualquier prejuicio y debilitar todo dogma. Y esa es una cualidad que sólo posee la verdadera arquitectura.

La ‘demoiselle’ de Paris
el eterno sueño de llegar al cielo


Que la Torre Eiffel haya sido catalogada por muchos en su época como la vergüenza de Paris, puede sorprendernos a nosotros, hombres modernos. Pero el momento histórico en que nace la “pastora de nubes�, como la llamara el poeta Apollinaire, es uno realmente crítico para la arquitectura, como lo son todos los momentos en que está por nacer un nuevo espíritu. Una rápida mirada a la escena de la época no solo es necesario para aclarar la fuerte oposición que tuviera el ingeniero Gustave Eiffel, su creador, sino que permitiría darnos una idea de la significación y trascendencia de su obra.

Resulta que para mediados del siglo XIX, la arquitectura se había perdido en un triste jugueteo formal. Muchos arquitectos abandonaron su papel de creadores de espacios para convertirse en simples decoradores, cuya tarea consistía en “vestir� los edificios construidos por los ingenieros utilizando cualquier forma estilística del pasado. Aún cuando la revolución industrial avanzaba con más fuerza que nunca, preferían esconder los nuevos materiales como el hierro forjado y colado, el acero y el concreto armado, detrás de elaboradas fachadas que imitaban desde templos griegos hasta iglesias medievales.

Seguramente no se tenía plena conciencia de estar huyendo a las posibilidades de los nuevos tiempos, pero se trataba sin duda de una actitud parecida a la de un par de “ojos que no ven�. Veían en cambio los ingenieros, quienes con una inmensa y osada creatividad, aprovecharon los nuevos materiales en la construcción de puentes, fábricas, estaciones ferroviarias... Toda una gama de obras que los arquitectos de la época se limitaron a reconocer como simples edificios funcionales, cuando en realidad eran el germen mismo de una nueva arquitectura, verdaderos frutos del tiempo que les tocó vivir.

Pero el caso de la Torre Eiffel es uno muy particular. Porque aún siendo creación de un ingeniero, y hasta tomando en cuenta el que fuese para su momento la obra de mayor altura jamás construida, no podemos negar que sea prácticamente inútil. Una colosal estructura metálica de 7.000 toneladas, distribuidas en 12.000 piezas y 2.500.000 remaches de hierro, pero que en el fondo no tiene ninguna función. Pero Gustave Eiffel no era un ingeniero cualquiera, sino el más prestigioso y atrevido de toda Francia. Ni la torre un edificio corriente: es ante nada, un monumento de carácter simbólico. Nace en ocasión de la Exposición Universal a celebrarse en 1889, en conmemoración del primer centenario de la Revolución francesa. Una oportunidad que el gobierno aprovecharía, en medio de una angustiante crisis económica y política, para relanzar la economía del país y mostrar al mundo los logros obtenidos en cien años de República. Un progreso que debía ser simbolizado por un espectacular monumento que marcaría la exposición.

Si bien no había nada decidido, y la exposición era un tema todavía incierto a mediados de 1884, al deslizarse los primeros rumores se dio rienda suelta a la imaginación de muchos en Paris. Sin embargo Gustave Eiffel no prestó mayor atención al asunto, tenía más que suficiente con el viaducto de Tardes y la estructura de la Estatua de la Libertad, ambas casi terminadas. Fueron Koechlin y Nouguier, un par de ingenieros que trabajaban para él, quienes desarrollaron por su cuenta la idea de una torre metálica muy alta, apoyada sobre cuatro pilares… Pero al mostrar el primer esquema a Eiffel, el mismo que observamos en la imagen, éste se muestra desinteresado y llega a calificarlo de raquítico esqueleto. Sin mucho que perder, optan por entregar el proyecto a Stephan Sauvestre, el arquitecto de la firma, para que lo “vista�. Una decisión afortunada, pues este no solo dará forma al conjunto uniendo los cuatro pilares y el primer piso con unos inmensos arcos, que logran una mayor sensación de solidez a pesar de no ser estructurales, y que servirían de entrada monumental a la feria; cambiaría también radicalmente la actitud de Eiffel, involucrándolo plenamente en el proyecto.

Un Eiffel entusiasmado, gracias a sus buenas relaciones, se encargaría de hacerle al proyecto una importante campaña publicitaria. Tanto así que en 1886, cuando el gobierno hiciera oficial sus intenciones de celebrar la Exposición Universal y convocara un concurso de ideas para el diseño del monumento, el resultado del mismo era muy predecible a pesar de las 107 propuestas inscritas. Un artículo del programa invitaba a los concursantes a “estudiar la posibilidad de levantar (…) una torre de hierro de base cuadrada de 125 metros de lado en la base y de 300 de altura�. El único rival de peso para Eiffel era la “Torre-Sol� del arquitecto Bourdais, una faro de albañilería tan potente que pretendía iluminar todo Paris, que podemos apreciar en la imagen. Un rival que se encargaría de descalificar demostrando públicamente la imposibilidad de construir una torre de piedra de 300 metros de altura.

El 12 de junio de ese mismo año, nada sorpresivamente, se daría la licencia para la construcción de la Torre Eiffel en la gran explanada del Champ-de-Mars, entre los jardines del Trocadero y la Escuela Militar. Sobre cuatro enormes basamentos se iría levantando a un paso presuroso la estructura que personificaría “el arte del ingeniero moderno y el siglo de industria y de ciencia�, según palabras del mismo Eiffel. El que sería el símbolo por excelencia de una ciudad que no escasea en ningún modo de monumentos…

Las 12.000 piezas de la torre llegaron a requerir de 700 diseños, pues varían de tamaño al crecer en altura, y eran fabricadas con una exactitud milimétrica, ya que debían encajar perfectamente en el montaje. Al menor problema, se devolvían a la fábrica de Levallois-Perret: el maestro Eiffel había prohibido terminantemente retocar las piezas en sitio. Para su montaje, los mismos rieles inclinados por los que subirían los ascensores, aquellos que vemos en la fotografía, fueron utilizados por unas grúas móviles durante la construcción, lo que generó un ahorro económico considerable. En fin, la obra es puramente racional desde su concepción, pasando por el diseño de sus partes, hasta en el proceso constructivo.

Lo único que preocupaba verdaderamente a Eiffel, era que su torre debía ser demolida apenas terminara la exposición, por lo que siempre buscó una manera de validarla con un programa que justificara su permanencia. Los pabellones y restaurantes ubicados en las plataformas no eran razón suficiente, así que la respuesta la encontró después de mucho consultar, instalando una serie de laboratorios a 276 metros de altura en donde se llevarían a cabo estudios de metereología y astronomía. Una solución forzada pero que salvaría a la torre de su destrucción en varias ocasiones. Irónicamente, sería la Torre Eiffel quien salvara a Francia un par de veces durante la Primera Guerra Mundial, gracias a unos laboratorios de radio y telegrafía posteriores, interceptando los mensajes que hicieron posible la captura de la famosa espía Mata-Hari y la victoria de la Batalla del Marne.

Veintiséis meses después, la torre se ofreció en todo su esplendor a Paris. El 30 de marzo de 1889 había logrado finalmente la marca de 300 metros de altura, anunciando en un gesto profético que el hombre podía tocar el cielo. Profético porque se anticipa por unos pocos años a la construcción de los grandes rascacielos, permaneciendo insuperable como el edificio más alto del mundo aún después y durante casi medio siglo. Aquellas sublimes curvas quedaron estampadas en la memoria de quienes asistieron a la exposición, así como en la de todos los que han venido después. Sobre todo si vieron aquel elefante subir sus escaleras, o al ciclista que las bajara; si estaban allí el día en que el alpinista escalara su exterior, o cuando el paracaidista casi sobrevive el descenso desde la punta... pero es que nuevamente, la Torre Eiffel es, y será siempre, un caso muy particular.