Los secretos de al-�ndalus: adentrándonos en las ciudades islámicas.
Muhammad XI, llamado Boabdil por los cristianos, fue el último señor del Reino de Granada. Al perder la Alhambra a los Reyes Católicos, entregaba el último bastión musulmán que quedaba en al-Ã�ndalus, la PenÃnsula Ibérica, después de ocho siglos de ocupación mora. Cuenta la leyenda que Boabdil, camino de su exilio en La Alpujarra, volvió la cabeza en la cima de una colina y vio Granada por última vez, llorando su derrota ante su madre. Ella se mantuvo en una actitud pétrea, y le dijo: “Lloras como mujer, lo que no supiste defender como hombreâ€�.
AsÃ, el 2 de enero de 1492, acaba finalmente la Reconquista y al-Ã�ndalus con ella. Pero “una reconquista de seis siglos no es una reconquistaâ€�, decÃa José Ortega y Gasset; y España es España, en gran parte, porque alguna vez fue al-Ã�ndalus.
Muchas ciudades españolas florecieron grandiosamente bajo la ocupación mora: Valencia, Murcia y Toledo, asà como Córdoba, Granada, Málaga y Sevilla, por nombrar algunas... Ciudades únicas, fascinantes, hasta misteriosas, que esconden un duende en cada uno de sus intrincados callejones. Como cualquier ciudad, son el producto de una cultura. Pero la forma de vida que promulga el Islam, tan distinta a aquella del mundo cristiano, hizo de sus ciudades algo muy particular: el producto de una religión.
La Sevilla que se oculta
El Islam como creador de urbes
Conocà Sevilla y me enamoré de ella. Apenas bajé del autobús y caminé un par de manzanas, comprendà que se trataba de una ciudad diferente. No sabÃa muy bien qué tenÃa, pero no se asemejaba a ninguna otra ciudad que yo conociera. ParecÃa una ciudad medieval por sus enmarañadas calles, por su retÃcula orgánica e irregular, pero no lo era. HabÃa algo distinto, impronunciable y que no captaba.
La conocà además a finales de marzo, y comenzaba la Semana Santa. Cada rincón de Sevilla lo llenaba la bulla, que es como llaman los andaluces a las grandes masas de gente que se aglomeran en la ciudad, esperando la llegada de las cofradÃas. Nazarenos, costaleros y demás cofrades arrÃan sus pasos por calles y callejones a toda hora, a la luz del dÃa o con velas en la noche. Los arrÃan orgullosamente, llevando sus puntiagudas capuchas en el anonimato de la penitencia, al son de trompetas y tambores que erizan la piel. Aunque no siguiera los pasos, las melancólicas notas de las trompetas siempre estaban de fondo, la banda sonora de mi visita. Todo era de una belleza abrumadora. La prueba de un profundo fervor religioso, ahora tradición, en una ciudad que por siglos fue musulmana; cuyas iglesias más antiguas fueron alguna vez mezquitas; cuya catedral, con su magnÃfica torre de la Giralda, fue mezquita principal y la Giralda su minarete.
Me impresionó mi poca capacidad de orientación para llegar a cualquier sitio, y sobretodo para regresar a la habitación del hotel. Me costó muchÃsimo establecer un recorrido rutinario que me facilitara el regreso. Al final, creo que terminaba dando más vueltas de las que debÃa, pero como mi intención era la de conocer la ciudad, no me importaba demasiado perderme en su maraña de calles. Me impacientaba, eso sÃ, y me molestaba constantemente conmigo mismo. Me incomoda mucho tener que abrir un mapa en medio de la calle, y me negaba a tener que hacerlo en Sevilla.
Meses después, al estudiar la ciudad islámica, descubrà que mi sentido de la orientación no era tan malo como pensaba. Todos los autores que han escrito sobre el tema coinciden en lo difÃcil que es orientarse en las ciudades islámicas (suspiraba de alivio cada vez que lo leÃa). Comprendà que a pesar del parecido que guardan con las ciudades medievales en cuanto a lo orgánico e irregular de sus retÃculas, hay sobre todo inmensas diferencias.
La ciudad islámica es diferente, lo captamos el instante en que damos un paso en ellas. Es distinta por ser, literalmente, producto del Islam (algo impensable en occidente, donde nunca se ha visto que la creencia religiosa de forma a una ciudad). En la ciudad islámica, la vida polÃtica y social quedan subyugadas por la religión, o mejor dicho, el poder religioso es también el poder polÃtico y civil. Como bien señala Chueca Goitia, “(…) filosofÃa, moral, polÃtica, legislación, todo quedaba reducido al Coránâ€�.
“El interior de tu casa –dice Mahoma- es un santuario: los que lo violen llamándote cuando estás en él, faltan el respeto que deben al intérprete del cielo. Deben esperar a que salgas de allÃ: la decencia lo exigeâ€�.
En este pequeño fragmento del Corán está la esencia de la ciudad islámica: asà comprendemos la celosa defensa de la vida privada por parte del musulmán, y cómo ha influido el Islam en la fisonomÃa de la ciudad. Una ciudad donde la vivienda, y no la calle, es el elemento urbano más importante. Donde el desahogo no se da en el espacio público, sino en el patio interior de las casas. Que se diferencia de cualquier modelo urbano occidental (donde la ciudad se construye de fuera a dentro, desde el espacio público hacia el doméstico) al organizarse en cambio de dentro a fuera. No es el espacio colectivo, la calle, quien estructura y organiza la ciudad: son las viviendas.
La calle es una consecuencia de la aglomeración de las viviendas (las cuales se van construyendo de manera espontánea), y existen para poder llegarles. Son reducidas a un elemento funcional y secundario dentro de la estructura de la ciudad, adaptándose a los angostos espacios que dejan entre sà los caserÃos (por ello sus formas tortuosas e intrincadas, como podemos observar en el plano que disponemos de Sevilla). Chueca Goitia llega a decir que son ciudades sin calles. No porque sean irregulares (como también ocurre en las ciudades medievales), sino por su falta de continuidad. Muchas terminan en callejones sin salida, la otra gran mayorÃa se caracteriza por tener una visión cerrada, por llegar perpendicularmente a otra calle que cierra la perspectiva, reforzando asà la intimidad. Y al reforzar la intimidad, la calle “(…) no sirve un interés público, sino un interés privado (…)â€� y “desde el momento que se privatiza ya no es calle, es otra cosa (…)â€�.
El Islam también establece una homogeneidad entre sus creyentes, por lo que nadie exhibe sus riquezas como signo de respeto. La consecuencia es la desaparición de la fachada en la ciudad, y una unidad de calles homogéneas, casi idénticas. Riqueza y ornamento se levantarán en el interior de la casa, hacia el patio, para la contemplación personal. Ni siquiera la realeza ostentaba su poder: el magnÃfico interior de los alcázares siempre fue diseñado con deliciosa sensibilidad, como podemos ver en la fotografÃa, mientras se ofrecÃa a la ciudad un sobrio muro de piedra. Este concepto de lo público y lo privado constituye una diferencia importantÃsima con respecto a la calle occidental, que sirve de escaparate para la vida pública y goza de una increÃble heterogeneidad.
Por estas razones Fernando Chueca Goitia habla de una ciudad de “secretaâ€�, que no se exhibe. Por estas razones me costaba tanto orientarme en Sevilla: la homogeneidad y lo intrincado de las calles, con sus perspectivas cerradas que parecen ocultar la ciudad al visitante, hacÃan imposible que llegara al hotel sin confundirme.
La “privatizaciónâ€� musulmana de la calle dio también como resultado una ciudad donde el espacio público se caracteriza por su ausencia, algo difÃcil de imaginar en occidente. Sobre todo si tenemos en cuenta que calles y plazas son el elemento estructurante de la ciudad occidental. La plaza, como elemento de relación pública, no existe en la ciudad islámica; encontramos en cambio el patio de la mezquita (de nuevo el patio, cerrado e Ãntimo). En la Catedral de Sevilla, antigua mezquita de la Medina, el patio se ha conservado: se trata del exquisito Patio de los Naranjos, en la fotografÃa, toda una joya de la arquitectura. “Pero como ya no se trata de polÃtica, sino de religión, su función en la vida social es muy diferente. No estamos ante un ágora para la discusión y la dialéctica, sino ante un espacio para la meditación silenciosa y para la pasiva delectación del tiempo que fluyeâ€�.
“El único elemento de la ciudad que adquiere vida y está dominado por el bullicio humano es el zoco, la alcaicerÃa o el bazarâ€�. El zoco, que hace las veces de mercado público, no se instala en la plaza comercial como en occidente, sino a lo largo de las vÃas más importantes de la ciudad. HabÃa varios zocos, pero el principal era aquel que llevaba a la mezquita de la Medina, en el corazón de la ciudad. Tarantines y tiendas de colores llenaban de vida la única calle verdaderamente urbana de la ciudad, de relación pública. El zoco principal sevillano se ubicó indudablemente a lo largo de la calle Sierpes, una de las más célebres en la ciudad, y que hoy en dÃa sigue manteniendo el carácter de vÃa comercial de primerÃsimo orden.
Se trata de ciudades muy especiales, producto de la cultura islámica, y que en paÃses musulmanes siguieron creciendo de esta manera, enrevesadamente, ocultándose al visitante, hasta hace relativamente poco, inclusive en pleno siglo XIX. En España la historia fue otra después de la Reconquista, donde el cristianismo se adaptó fácilmente a las ciudades moras, maravillándose ante ellas: toda una prueba de que la ciudad es un organismo vivo, que crece, se desarrolla, y que tiene también la capacidad de transformarse. Una demostración de que la ciudad tiene vida propia.
AsÃ, el 2 de enero de 1492, acaba finalmente la Reconquista y al-Ã�ndalus con ella. Pero “una reconquista de seis siglos no es una reconquistaâ€�, decÃa José Ortega y Gasset; y España es España, en gran parte, porque alguna vez fue al-Ã�ndalus.
Muchas ciudades españolas florecieron grandiosamente bajo la ocupación mora: Valencia, Murcia y Toledo, asà como Córdoba, Granada, Málaga y Sevilla, por nombrar algunas... Ciudades únicas, fascinantes, hasta misteriosas, que esconden un duende en cada uno de sus intrincados callejones. Como cualquier ciudad, son el producto de una cultura. Pero la forma de vida que promulga el Islam, tan distinta a aquella del mundo cristiano, hizo de sus ciudades algo muy particular: el producto de una religión.
La Sevilla que se oculta
El Islam como creador de urbes
Conocà Sevilla y me enamoré de ella. Apenas bajé del autobús y caminé un par de manzanas, comprendà que se trataba de una ciudad diferente. No sabÃa muy bien qué tenÃa, pero no se asemejaba a ninguna otra ciudad que yo conociera. ParecÃa una ciudad medieval por sus enmarañadas calles, por su retÃcula orgánica e irregular, pero no lo era. HabÃa algo distinto, impronunciable y que no captaba.
La conocà además a finales de marzo, y comenzaba la Semana Santa. Cada rincón de Sevilla lo llenaba la bulla, que es como llaman los andaluces a las grandes masas de gente que se aglomeran en la ciudad, esperando la llegada de las cofradÃas. Nazarenos, costaleros y demás cofrades arrÃan sus pasos por calles y callejones a toda hora, a la luz del dÃa o con velas en la noche. Los arrÃan orgullosamente, llevando sus puntiagudas capuchas en el anonimato de la penitencia, al son de trompetas y tambores que erizan la piel. Aunque no siguiera los pasos, las melancólicas notas de las trompetas siempre estaban de fondo, la banda sonora de mi visita. Todo era de una belleza abrumadora. La prueba de un profundo fervor religioso, ahora tradición, en una ciudad que por siglos fue musulmana; cuyas iglesias más antiguas fueron alguna vez mezquitas; cuya catedral, con su magnÃfica torre de la Giralda, fue mezquita principal y la Giralda su minarete.
Me impresionó mi poca capacidad de orientación para llegar a cualquier sitio, y sobretodo para regresar a la habitación del hotel. Me costó muchÃsimo establecer un recorrido rutinario que me facilitara el regreso. Al final, creo que terminaba dando más vueltas de las que debÃa, pero como mi intención era la de conocer la ciudad, no me importaba demasiado perderme en su maraña de calles. Me impacientaba, eso sÃ, y me molestaba constantemente conmigo mismo. Me incomoda mucho tener que abrir un mapa en medio de la calle, y me negaba a tener que hacerlo en Sevilla.
Meses después, al estudiar la ciudad islámica, descubrà que mi sentido de la orientación no era tan malo como pensaba. Todos los autores que han escrito sobre el tema coinciden en lo difÃcil que es orientarse en las ciudades islámicas (suspiraba de alivio cada vez que lo leÃa). Comprendà que a pesar del parecido que guardan con las ciudades medievales en cuanto a lo orgánico e irregular de sus retÃculas, hay sobre todo inmensas diferencias.
La ciudad islámica es diferente, lo captamos el instante en que damos un paso en ellas. Es distinta por ser, literalmente, producto del Islam (algo impensable en occidente, donde nunca se ha visto que la creencia religiosa de forma a una ciudad). En la ciudad islámica, la vida polÃtica y social quedan subyugadas por la religión, o mejor dicho, el poder religioso es también el poder polÃtico y civil. Como bien señala Chueca Goitia, “(…) filosofÃa, moral, polÃtica, legislación, todo quedaba reducido al Coránâ€�.
“El interior de tu casa –dice Mahoma- es un santuario: los que lo violen llamándote cuando estás en él, faltan el respeto que deben al intérprete del cielo. Deben esperar a que salgas de allÃ: la decencia lo exigeâ€�.
En este pequeño fragmento del Corán está la esencia de la ciudad islámica: asà comprendemos la celosa defensa de la vida privada por parte del musulmán, y cómo ha influido el Islam en la fisonomÃa de la ciudad. Una ciudad donde la vivienda, y no la calle, es el elemento urbano más importante. Donde el desahogo no se da en el espacio público, sino en el patio interior de las casas. Que se diferencia de cualquier modelo urbano occidental (donde la ciudad se construye de fuera a dentro, desde el espacio público hacia el doméstico) al organizarse en cambio de dentro a fuera. No es el espacio colectivo, la calle, quien estructura y organiza la ciudad: son las viviendas.
La calle es una consecuencia de la aglomeración de las viviendas (las cuales se van construyendo de manera espontánea), y existen para poder llegarles. Son reducidas a un elemento funcional y secundario dentro de la estructura de la ciudad, adaptándose a los angostos espacios que dejan entre sà los caserÃos (por ello sus formas tortuosas e intrincadas, como podemos observar en el plano que disponemos de Sevilla). Chueca Goitia llega a decir que son ciudades sin calles. No porque sean irregulares (como también ocurre en las ciudades medievales), sino por su falta de continuidad. Muchas terminan en callejones sin salida, la otra gran mayorÃa se caracteriza por tener una visión cerrada, por llegar perpendicularmente a otra calle que cierra la perspectiva, reforzando asà la intimidad. Y al reforzar la intimidad, la calle “(…) no sirve un interés público, sino un interés privado (…)â€� y “desde el momento que se privatiza ya no es calle, es otra cosa (…)â€�.
El Islam también establece una homogeneidad entre sus creyentes, por lo que nadie exhibe sus riquezas como signo de respeto. La consecuencia es la desaparición de la fachada en la ciudad, y una unidad de calles homogéneas, casi idénticas. Riqueza y ornamento se levantarán en el interior de la casa, hacia el patio, para la contemplación personal. Ni siquiera la realeza ostentaba su poder: el magnÃfico interior de los alcázares siempre fue diseñado con deliciosa sensibilidad, como podemos ver en la fotografÃa, mientras se ofrecÃa a la ciudad un sobrio muro de piedra. Este concepto de lo público y lo privado constituye una diferencia importantÃsima con respecto a la calle occidental, que sirve de escaparate para la vida pública y goza de una increÃble heterogeneidad.
Por estas razones Fernando Chueca Goitia habla de una ciudad de “secretaâ€�, que no se exhibe. Por estas razones me costaba tanto orientarme en Sevilla: la homogeneidad y lo intrincado de las calles, con sus perspectivas cerradas que parecen ocultar la ciudad al visitante, hacÃan imposible que llegara al hotel sin confundirme.
La “privatizaciónâ€� musulmana de la calle dio también como resultado una ciudad donde el espacio público se caracteriza por su ausencia, algo difÃcil de imaginar en occidente. Sobre todo si tenemos en cuenta que calles y plazas son el elemento estructurante de la ciudad occidental. La plaza, como elemento de relación pública, no existe en la ciudad islámica; encontramos en cambio el patio de la mezquita (de nuevo el patio, cerrado e Ãntimo). En la Catedral de Sevilla, antigua mezquita de la Medina, el patio se ha conservado: se trata del exquisito Patio de los Naranjos, en la fotografÃa, toda una joya de la arquitectura. “Pero como ya no se trata de polÃtica, sino de religión, su función en la vida social es muy diferente. No estamos ante un ágora para la discusión y la dialéctica, sino ante un espacio para la meditación silenciosa y para la pasiva delectación del tiempo que fluyeâ€�.
“El único elemento de la ciudad que adquiere vida y está dominado por el bullicio humano es el zoco, la alcaicerÃa o el bazarâ€�. El zoco, que hace las veces de mercado público, no se instala en la plaza comercial como en occidente, sino a lo largo de las vÃas más importantes de la ciudad. HabÃa varios zocos, pero el principal era aquel que llevaba a la mezquita de la Medina, en el corazón de la ciudad. Tarantines y tiendas de colores llenaban de vida la única calle verdaderamente urbana de la ciudad, de relación pública. El zoco principal sevillano se ubicó indudablemente a lo largo de la calle Sierpes, una de las más célebres en la ciudad, y que hoy en dÃa sigue manteniendo el carácter de vÃa comercial de primerÃsimo orden.
Se trata de ciudades muy especiales, producto de la cultura islámica, y que en paÃses musulmanes siguieron creciendo de esta manera, enrevesadamente, ocultándose al visitante, hasta hace relativamente poco, inclusive en pleno siglo XIX. En España la historia fue otra después de la Reconquista, donde el cristianismo se adaptó fácilmente a las ciudades moras, maravillándose ante ellas: toda una prueba de que la ciudad es un organismo vivo, que crece, se desarrolla, y que tiene también la capacidad de transformarse. Una demostración de que la ciudad tiene vida propia.
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