viernes, septiembre 08, 2006

Louis I. Kahn: el hombre de la mirada eterna.

De los grandes maestros del siglo pasado, Louis Kahn es al que siento más cerca. He estudiado con profunda admiración toda su obra, imponente, maravillosa. He devorado sus escritos con entusiasmo, apasionadamente. Siempre me ha fascinado su particular forma de ver la arquitectura, tan poética, tan primitiva, cargada de una singular espiritualidad poco común entre los modernos. Pero fue hace poco, y por vez primera, cuando tuve la oportunidad de visitar una obra suya: el Yale Center for British Art en New Haven, Connecticut. Irónicamente, el primer edificio de Kahn que conocía había sido el último de su carrera, terminado incluso después de su muerte, en 1974.

Al frente y cruzando la calle se encuentra la Yale University Art Gallery, también obra suya, veinte años más antigua y símbolo del inicio de su madurez. Pero éste edificio se encuentra desde hace un par de años en un proyecto de recuperación, por lo que no pude conocerlo, ni siquiera ver sus fachadas. ¿Quién sabe? Quizá fue mejor así, visitando uno solamente. De esta manera no hubo ocasión de compararlos, de preferir uno sobre el otro, y pude concentrar toda mi atención hasta en el último detalle del museo que sí recorrí. Ahora que lo pienso bien, aún así fue insuficiente, y me avergüenzo un poco de mi ingenuidad. Kahn solía decir que “un edificio es un mundo dentro de otro mundo�, y pretender conocer el mundo en un solo día es un absurdo, que reconozco, solo se le ocurriría a un joven. Sin embargo, experimenté la magia y el misterio de sus espacios, y sólo después de vivirlos en primera persona pude comprender en toda su plenitud las enseñanzas y las obsesiones del maestro de Filadelfia.

No cabe duda de que el Yale Center for British Art es un edificio moderno, pero hace sentirnos próximos a experiencias vividas en obras del pasado: poderoso y grave en su materialidad, pero delicado, elegante; sus espacios, en ocasiones monumentales, pueden llegar a ser sumamente íntimos al mismo tiempo. Lo más inusual de todo, es que uno llega a sentirse como si estuviera en casa, como si conociera aquel sitio de toda la vida. Como bien señala Luis Fernández-Galiano (director y editor de la revista Arquitectura Viva), las obras de Kahn derrochan “una rara sensibilidad que no puede dejar de conmovernos�, y cuando llega la hora de irnos, uno sale convencido de que “en sitios así es posible ser feliz�.

La poesía que nace del silencio
adentrándonos en lo inconmensurable


En comparación con otros monstruos del siglo pasado como Frank Lloyd Wright, Mies van der Rohe o Le Corbusier, llama la atención la poca obra construida de Kahn. Una brecha generacional también los distanciaba, las motivaciones y los anhelos ya no eran los mismos. Pero si algo tiene en común con ellos, es que sus pocas obras bastaron para cambiar el curso de la arquitectura.

De dónde sacaba “Lou� sus clientes siempre fue un misterio, “porque los artistas nunca consiguen trabajo�, bromeaba Philip Johnson. Al parecer, solía ahuyentarlos al comienzo “con su aspecto desaliñado de charlatán excéntrico� y su lenguaje metafórico, que hipnotizaba a sus alumnos. Era terco, obsesivo, individualista: una especie de héroe trágico y melancólico. Todo ello tan innegable como su extraordinario carisma, que combinado a unos encantadores modales y una fértil genialidad, le merecieron el cariño de estudiantes, la admiración de arquitectos, y el respeto de unos pocos clientes que duraron toda una vida. Su rostro estaba marcado por cicatrices producto de una quemadura, lo único que trajo consigo de Estonia a sus cinco años, cuando su familia emigrara a Filadelfia. Quizá ese aspecto físico, que le valió tantos comentarios en su niñez, contribuyera a formar en él aquella personalidad introvertida y de talante reflexivo. Nunca lo sabremos.

Su lugar entre los grandes arquitectos del siglo XX, paradójicamente lo gana al cuestionar muchos de los dogmas impuestos por los maestros modernos, antes mencionados, que habían permanecido intocables hasta ese momento. Uno de los pilares de la modernidad se había fundado sobre el desprecio a la historia y las arquitecturas del pasado: se quería construir el mundo de nuevo, y desde cero. Pero algo en esta actitud no convencía a Kahn, porque para él, la arquitectura no conocía estilos. No había tal cosa como arquitectura moderna o arquitectura clásica, porque “la arquitectura en realidad no existe. Solo existe la obra de arquitectura. La arquitectura existe en la mente. Un hombre que realiza una obra arquitectónica lo hace como una ofrenda al espíritu de la arquitectura�…

Kahn quiere dejar claro que la pretensión moderna de desechar la historia es un desgaste inútil. La arquitectura es una sola, siempre lo ha sido, y es imposible crear algo de la nada. Esa tarea solo le pertenece a Dios. Por ello decía con fuerza, cada vez que tenía la oportunidad: “lo que era, siempre ha sido. Lo que es, siempre ha sido. Y lo que será, siempre ha sido�.

No debemos confundir estas palabras con un regreso a las formas del pasado. El problema va más allá, se acerca a la naturaleza misma de las cosas: lo que él llamaba las “instituciones del hombre�. Por más modernos que sean los tiempos, hay ciertas cosas que nunca cambian, que son eternas. Y así, cuando Kahn diseñaba una escuela, por ejemplo, lo primero que hacía era comprender su esencia, todo lo que implica la institución del aprendizaje. No partía de “una escuela�, sino de “escuela�. Un sitio que tuvo su orígen probablemente cuando un hombre (que no sabía que era el profesor), se sentó bajo la buena sombra de un árbol, a explicar algo a otros hombres (que no sabían que eran alumnos). Esta historia mitológica, por más vaga y elemental que suene, nos recuerda que más allá de responder a cuestiones prácticas como el tamaño de las aulas, su iluminación y ventilación, la verdadera función de la escuela es en el fondo una función humana. Al comprender esto la arquitectura nace sola. Ya no será algo práctico: los pasillos, que pudieran tener un par de metros y funcionar perfectamente, se convertirán en galerías de 6 metros de ancho, tan grandes como un aula. Porque las galerías son, y siempre han sido, “el aula de los estudiantes, donde el chico que no entendió demasiado aquello que el profesor había dicho, podía comentárselo a otro�.

“Creo que cada edificio debe tener un lugar sagrado�, decía Kahn, y el patio central en la Biblioteca de la Philips Exeter Academy, en la fotografía, es uno de ellos. Hay bibliotecas muy buenas, con libros maravillosos, pero uno nunca llega a verlos y conseguirlos es toda una molestia: no se está respondiendo a la naturaleza de la biblioteca. En el edificio de la Philips Exeter Academy, en cambio, el mundo se te abre a través de los libros, uno está rodeado por libros, se establece una relación de intimidad con ellos, y una desconcertante luz cenital otorga al espacio un carácter divino, arropándonos. Si el patio central es un lugar sagrado, entonces el edificio de la Biblioteca es un templo, un templo del conocimiento. Y podemos estar seguros de que en lugares así, pensados así, uno se siente bien.

Tal vez por mirar ese lado eterno de las cosas, su esencia, nos sentimos como en casa cuando estamos en sus edificios. Tienen una extraña presencia, pareciera que siempre han estado allí. Son edificios modernos con la solemnidad y la fuerza de una ruina de la antigüedad, y la Asamblea Nacional de Dacca, en Bangladesh, tal vez sea el mejor ejemplo de ello. De hecho, cuando Bangladesh luchaba contra Pakistán por su independencia a comienzos de los años setenta, en plena construcción de la Asamblea y su complejo capitolino, el ejército pakistaní no se molestó en bombardear el edificio al pensar que se trataba de una ruina.

Louis Kahn “devolvió la respetabilidad a la historia�. Creó y nos enseñó a crear espacios más humanos, templos del aprendizaje, templos del ocio, templos del hogar... Nos recordó que hay ciertas cosas en la arquitectura que no se pueden ver, que no se pueden tocar, pero que indudablemente existen y no debemos olvidar jamás. De eso se trata la profesión del arquitecto, de crear espacios que inspiren, espacios maravillosos, espacios que hablen. Alcanzar eso en sus obras, aunque fuesen pocas, hizo de Kahn el arquitecto más grande de la segunda mitad del siglo XX, y le otorgó su lugar en la historia de la arquitectura.

El hombre de la cara marcada, a pesar del éxito y la fama mundial, murió solo y en bancarrota cuando regresaba a casa de un viaje en la India. Se desplomó tras un infarto cardíaco en un baño público de la Pennsylvania Station, en Nueva York. Costó mucho identificarlo, porque había tachado la dirección de su domicilio del pasaporte, y pasaron tres días para que alguien lo reclamara en la morgue de la ciudad. Qué le llevó a tachar su dirección del pasaporte, sigue siendo un misterio. Una muerte tan enigmática como su mismo personaje.