sábado, septiembre 09, 2006

El Rockefeller Center.

“Uno tiene la impresión de que el monstruo crece y crece sin parar�.
Henry James, The American Scene.

Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Por lo tanto, no tiene tiempo para soñar: allí lo increíble se hace realidad. Cuando leían los anuncios de los últimos rascacielos, el producto arquitectónico más original y sorprendente de Manhattan, el neoyorquino murmuraba sin asombro: “¿Ah, sí?�. Como el árbol a la selva, el rascacielos llegó a ser la pieza fundamental de una nueva metrópolis que nacía en la mítica isla, una “jungla urbana� que desarrolla su forma de vida y una cultura propia. Pero el rascacielos, con su ilimitada multiplicación del suelo, crea densidad y congestión. Y Nueva York no tardó en convertirse en una ciudad densamente poblada, que sufriría (y amaría) su creciente concentración.

“Manhattan 1950�, un proyecto entre lo práctico y lo utópico, fue uno de los intentos por aportar soluciones al problema de la congestión, y para la creación de un Manhattan definitivo. Treinta y ocho “montañas� de rascacielos, autosuficientes e independientes al resto de la ciudad, se colocan cada diez calles a lo largo y ancho de la retícula de Nueva York, como podemos apreciar en la imagen. Una montaña ocupa varias manzanas, por lo que son atravesadas por las calles que absorben e interiorizan el tráfico. Todo esto evidencia dos realidades: la primera, que en Nueva York existe “la paradójica intención de resolver la congestión creando más congestión�; la otra, que el rascacielos es intocable.

Raymond Hood, el autor de “Manhattan 1950�, encabeza también el comité de arquitectos encargado de dar forma al Rockefeller Center, una de las promociones inmobiliarias más arriesgadas y espectaculares del siglo XX. Hará de este proyecto su obsesión, y “(…) el primer fragmento del Manhattan final�.

Una ciudad dentro de otra ciudad
un fragmento utópico en una isla mítica


Nueva York es malcriada, y siempre quiere más. Lo necesita para reinventarse constantemente, para mantener esa “máquina que crea adicción� que es la metrópolis. Para finales de la década de 1920, su último capricho era la construcción de una nueva sede para la Opera Metropolitana. El proyecto, obra de B.W. Morris, era un enorme complejo que combinaba la Opera con otras funciones comerciales que justificaban su construcción en Manhattan, donde los precios del suelo son tan elevados. Pero había un problema: el terreno no existía y el dinero tampoco.

En 1928 se consiguieron tres manzanas entre la Quinta y Sexta avenidas, donde funcionaba un jardín botánico propiedad de Columbia University. Del dinero se encargaría John D. Rockefeller Jr., quien mostró interés en el proyecto y asumió toda responsabilidad sobre la planificación adicional y su ejecución, afortunadamente. Sus arquitectos escudriñaron y modificaron el proyecto de Morris en función de sacar el máximo provecho económico al terreno, y al poco tiempo formularon el esquema básico del Rockefeller Center: un gran rascacielos en el centro con cuatro torres más pequeñas en las esquinas, como vemos en la fotografía. A pesar de su vaguedad, este sería el primer gran paso en la definición del conjunto, pues todas las versiones posteriores son variaciones del mismo tema.

La Opera Metropolitana ya ha pasado a un segundo plano. No es más que una excusa para la planificación de un proyecto mucho más ambicioso, cuya inmensidad podría hacer de la obra una de las intervenciones urbanas más exitosas de la modernidad, como podría también convertirla en una catástrofe inmobiliaria. El riesgo no podía tomarse, por lo que se invitaron a los arquitectos más prestigiosos de Nueva York para que actuaran como asesores, Raymond Hood entre ellos. Tres firmas de arquitectura que serían una a partir de este momento, bajo el nombre de los Associated Architects.

Hood toma rápidamente la batuta del grupo, aún cuando no es responsable del diagrama inicial. Pero en realidad éste no enseña más que una serie de edificios indefinidos y vacíos, y aquellas cajas fantasmagóricas todavía deben convertirse en arquitectura: “cada fragmento invisible tendrá que hacerse concreto en cuanto a la actividad, la forma, los materiales, las instalaciones, la estructura, la decoración, el simbolismo y las finanzas�. En la especificación de esos volúmenes radica la genialidad del Rockefeller Center, y es allí cuando entra en juego toda la creatividad de Hood. Una creatividad que se vio exigida de manera sobrehumana en una situación excepcional, al producirse en plena etapa de proyecto la gran quiebra de la bolsa de Nueva York.

En medio de la Gran Depresión, lo que “empezó como una gran promoción inmobiliaria (…) terminó como una especulación precaria�. La demanda de oficinas se había disipado en aquel aire de incertidumbre junto con la Opera Metropolitana, ahora una idea absurda. Los arquitectos se ven forzados a repensar en la naturaleza de su creación. Y lo que antes era un sofisticado centro para la élite neoyorquina, adquiere ahora un carácter enteramente popular: la plaza central se convierte en una pista de patinaje la mitad del año; se construye el palacio del cine, con capacidad para 3.500 personas; y la Opera se ve reemplazada por el famosísimo Radio City Music Hall, en la fotografía, que invita a llenar sus 6.200 butacas de terciopelo rojo asegurando que “una visita al Radio City es tan buena como un mes en el campo�.

La construcción de una obra como el Rockefeller Center, en medio de una crisis económica, solo fue posible gracias al hecho de que John D. Rockefeller Jr. desarrollara el proyecto como una empresa privada. Pagaba anualmente un alquiler de 3,3 millones de dólares a Columbia University por los terrenos, así que no construir no era una opción para él. Sin embargo, la depresión también tuvo buenas repercusiones en la construcción de la obra, ya que los precios tanto de la mano de obra como de los materiales nunca habían estado tan bajos. Solo el recubrimiento de las edificaciones, enteramente de piedra caliza, hubiese sido inimaginable en otras circunstancias.

Más de 70.000 hombres trabajaron en el sitio, otros 150.000 preparando los materiales, todos ayudando a levantar uno de los monumentos más esperanzadores del siglo XX. Una obra que demuestra con firmeza que cuando se trata de sacar el máximo beneficio económico en la arquitectura, lo humano y lo urbano no deben quedar por fuera. Aún así, el actual Rockefeller Center es una parte de lo que alguna vez vislumbraron los arquitectos. La planta baja fue pensada, originalmente, como “una alfombra teatral de tres manzanas� donde cinco teatros (la Opera entre ellos) servirían conjuntamente a la sed de entretenimiento de la ciudad. Quedaron reducidos al Radio City Music Hall y el palacio del cine, mientras el resto de la planta baja se convirtió en un centro comercial al aire libre, muy agradable al contar con una serie de jardines, plazas y plazoletas que conforman casi un cuarto de la superficie del terreno. El centro también cuenta con una calle privada, la Rockefeller Plaza, que acorta las distancias entre los comercios y absorbe e interioriza el tráfico: la presencia camuflada de “Manhattan 1950�, proyecto de Raymond Hood. “Una ciudad dentro de otra ciudad�, donde los espacios públicos son tan importantes como los edificios mismos.

Quizá lo más sorprendente sean las cubiertas de los edificios bajos, “los jardines colgantes de una Babilonia contemporánea�. Como podemos apreciar en la perspectiva coloreada, aquellas cubiertas serían todas sembradas y conectadas mediante “puentes venecianos�, haciendo de tres manzanas un solo parque elevado. Un tributo moderno al jardín botánico que allí existía, con restaurantes y esculturas al aire libre, que embellecería las vistas de las oficinas en los rascacielos al mismo tiempo en que elevaría los precios de sus alquileres. Al final, algunas de las cubiertas fueron sembradas, jamás con aquella exhuberancia, y los puentes venecianos quedaron en el papel.

La ornamentación y el arte que alberga, hacen del Rockefeller Center un verdadero reservorio del Art Deco. Paredes, techos y puertas son embellecidos con soberbios murales, relieves y esculturas. Pero “la obra de arte más famosa es aquella que no está: el mural de Diego Rivera� que debía ambientar el vestíbulo del edificio de la RCA, el rascacielos central del conjunto. El artista mexicano aceptó el encargo del mismo Rockefeller, quien lo invitara personalmente a petición de su esposa. Pero semanas antes de la inauguración de la torre, en 1933, Rivera deja al descubierto el rostro de Lenin hasta entonces oculto, y el escándalo no tarda en encender la ciudad: “un Kremlin en las orillas del Hudson�, “el Rockefeller Center, sede de la Unión de Socialistas Soviéticos Norteamericanos�. Rivera se niega a borrar el rostro de Lenin. El mural queda inconcluso, se le pagan sus honorarios al artista, y se le “invita� a abandonar el edificio. Al año es destruido.

En 1934, a los pocos meses de haber sido completada la primera fase del Rockefeller Center, Raymond Hood muere. Muchos creyeron que el trabajo lo había dejado agotado. Lo cierto es que con su partida, “el Rockefeller Center, el primer fragmento del Manhattan final, es, para el futuro inmediato, también el último�. Nueva York no tiene tiempo para guardarle luto, y siguió adelante, tan inestable e impredecible como siempre.