La Capilla de Ronchamp.
“La Iglesia es una institución muertaâ€�, respondió Le Corbusier al Padre Ledeur de Besançon cuando éste, siguiendo los consejos del PresbÃtero Couturier, propusiera al arquitecto levantar una nueva capilla para la Virgen de las Alturas sobre la mÃtica colina de Ronchamp.
Ambos religiosos promovÃan un renacimiento del arte cristiano. Argumentaban que las formas y los tipos tradicionales no sólo estaban en decadencia, sino en profunda disonancia con los nuevos tiempos, de modo que “la Iglesia debÃa tender la mano a los más vigorosos creadores del arte y la arquitectura modernas para enmendar la situaciónâ€�. Buscaban retomar un vÃnculo abandonado relativamente hace poco, pues desde sus orÃgenes la Iglesia habÃa colaborado con los más grandes artistas, hasta que el racionalismo de la Ilustración conquistara Europa. La Capilla de Saint-Paul de Vence, comisionada a Matisse por el mismo Couturier, habÃa sido tan solo el comienzo.
Decididos, insistieron porfiadamente hasta que Le Corbusier aceptó el encargo, a pesar del rechazo inicial. NacÃa una relación que traerÃa grandes satisfacciones al arquitecto, primero en Ronchamp, poco después con el Convento de La Tourette. Creaciones poderosas, emocionantes. Cuesta entender cómo un verdadero escéptico haya concebido obras de tan elevada espiritualidad. Ante preguntas como esta, Le Corbusier contestaba: “Yo no he experimentado el milagro de la fe, pero he vivido con frecuencia el milagro del espacio inefableâ€�. No era un materialista, creÃa en el milagro de la arquitectura.
Una máquina para conmover
estableciendo un orden para lo sublime
Hemos analizado numerosas obras, pero jamás discutido, más allá de algún comentario superficial, los factores que hacen de una edificación determinada una buena (o mala) obra de arquitectura. ¿Qué hace de estas creaciones una obra maestra? La Capilla de Ronchamp, por lo que significó para el curso de la arquitectura moderna y la carrera de Le Corbusier, no podrÃa ser mejor objeto de discusión para este tema.
¿Cuál es la buena arquitectura? Más aún, ¿qué podemos definir como mala arquitectura? Usualmente escuchamos responder que un edificio “bello� es una buena obra, en oposición al “feo�. Si hablamos con una persona entendida, quizá llegue más lejos y saque a relucir el clásico triunvirato: una obra ejemplar es aquella que logra el equilibrio entre comodidad, solidez y belleza. La primera es una contestación ingenua e insuficiente, puesto que toda belleza es relativa. La segunda, más sustanciosa, no deja de ser una verdad a medias: aunque sean pocas las edificaciones funcionales y seguras, que como valor agregado tengan cierta calidad estética, la realidad es que la solución de esta ecuación no garantiza que estemos frente a una buena obra de arquitectura. Para ello hace falta algo más.
La arquitectura se mide por la calidad de sus espacios, y un buen edificio es aquel cuyos espacios internos nos inspiran, elevan, hasta el punto de dominar nuestro espÃritu con el poder de sus relaciones, de ese algo más. No hay nada práctico, nada funcional en estas relaciones: es el arte en la arquitectura. Le Corbusier no podÃa haberlo expresado mejor al decir que “Se emplea la piedra, la madera, el cemento, y con estos materiales se levantan casas, palacios: esto es construcción. El ingenio trabaja. Pero, de pronto, me conmueven, me hacen bien, soy dichoso y digo: es bello. Esto es arquitectura. El arte está aquÃ. Mi casa es práctica. Gracias, como doy las gracias a los ingenieros de los ferrocarriles y a la CompañÃa de Teléfonos. Pero no han conmovido mi corazónâ€�.
Todo esto debÃa tenerlo Le Corbusier en mente, sobre todo al tratarse de un templo (¿cuál es la manera más funcional de hablar con Dios?), cuando visitó la localidad por primera vez al pie de los Vosgos franceses, a comienzos de 1950. Un aire sacro se respira en la colina que durante siglos ha dominado el tranquilo pueblo de Ronchamp, atrayendo peregrinos y devotos desde tiempos inmemoriales. Porque si bien el culto a la milagrosa Nôtre-Dame du Haut, la Señora de las Alturas, se remonta a la Edad Media, celtas y romanos habÃan tenido asimismo al monte por sagrado. Todo un hilo de continuidad que se vio profanado con el bombardeo de las fuerzas alemanas en la Segunda Guerra Mundial, en su retirada del territorio francés en 1944. Fue el espÃritu del sitio, todas estas capas de memoria allà sedimentadas, lo que impulsó a la creación de “un lugar de concentración y meditación intensasâ€�, y a una de las más grandes obras de la arquitectura moderna.
Le Corbusier asegura haber tomado los “cuatro horizontesâ€� como punto de partida, relacionando Ãntegramente el edificio con el paisaje circundante desde la cima de la colina. Un altar al aire libre, dispuesto para las misas de los peregrinos, es la expresión más clara y simbólica de este deseo, tal y como podemos apreciar en la fotografÃa. Muros cóncavos y una escultórica cubierta en voladizo se abren al entorno pero reciben al visitante; guardan un secreto pero lo ofrecen delicadamente a quien quiera conocerlo. Refugio, pero forma abierta, como señala el historiador y crÃtico Christian Norberg-Schulz. Masa blanquecina de complejas y ambiguas relaciones, que potencia lo mÃtico del ambiente sin perturbarlo, y capta toda su abrumadora fuerza, su luz, para intensificar el interior con la misma espiritualidad que se percibe fuera.
Los muros del templo se conjugan en un juego de curvas. Muros absurdamente gruesos como aquel inclinado de la fachada sur, del lado izquierdo de la imagen, que llega a medir en su punto álgido 3.70 metros de espesor: algo completamente innecesario al no cumplir ninguna función estructural, ya que cada tanto una columna embutida soporta una porción del peso de la cubierta. Pero nuevamente, no hay nada de práctico en el arte. Y la única explicación para el grosor de aquel muro, rellenado con los escombros de la antigua capilla, es impresionar al espectador que humildemente entre en ella, subyugándolo ante la presencia divina. Las numerosas aberturas, cerradas con cristales claros o de color, proporcionan una luz muy especial al interior del templo, mientras la cáscara de la cubierta flota sobre él. Descansa sobre las columnas pero no toca el muro, como podemos apreciar en las imágenes, y “una grieta de 10 centÃmetros de espesor asombraráâ€�.
La iluminación de las tres capillitas de la iglesia (una de ellas en la fotografÃa), perfectamente aisladas para permitir servicios simultáneos, es muy distinta y mucho más intensa que la de la nave principal. Proviene de las tres torres, únicos referentes verticales del edificio, rematadas todas por medias cúpulas y cuyas aberturas derraman cenitalmente una dulce y sobrehumana luz natural. Un ingenioso sistema de iluminación que Le Corbusier reprodujo magistralmente, basándose en sus observaciones de la Villa Adriana en Tivoli, la antiquÃsima ciudad imperial que se mandara a edificar el emperador Adriano en las afueras de Roma. Llama la atención el detalle del revestimiento de los muros verticales en Ronchamp, con aquella textura granulosa de mortero a la “gunitaâ€� que acentúa luces y sombras. De haber sido lisos, el efecto de una iluminación tan calculada no serÃa el mismo.
El gran maestro a sus 66 años, pilar fundamental de la arquitectura moderna, no habÃa dejado de ser merecedor del mayor de los respetos y de las más sinceras admiraciones. Su extensa obra y pensamiento racionalistas, que lo habÃan dado a conocer al mundo, fue decisiva en la historia de la arquitectura; y no exagero en lo más mÃnimo al decir que la forma de concebir la arquitectura y el urbanismo actualmente debe mucho a este inquieto y apasionado hombre que murió de pie. Sin embargo, al consagrarse la Capilla de Ronchamp en 1953, la sorpresa fue perturbadora para la mayorÃa, y muchos de sus más fieles seguidores no escatimaron en reproches a Le Corbusier. Calificaron despectivamente la obra como “un descenso a la irracionalidadâ€�, de “nuevo barroquismoâ€�. CrÃticas que no dicen demasiado de Ronchamp, pero que dejan entrever las preocupaciones del momento. La sorpresa era entendible: todo lo que Le Corbusier habÃa prohibido y evitado en su juventud, en sus escritos, ahora reaparecÃa con inmensa maestrÃa.
“Des yeux qui ne voientâ€�: eran ojos que no veÃan. No veÃan que más importante que la pureza de las formas y la economÃa de los medios constructivos, es decir, más importante que cualquier elemento estilÃstico, es el fin último de la arquitectura, ese algo más. Si Le Corbusier años antes habÃa dicho que la casa era “una máquina de habitarâ€�, la Capilla de Ronchamp es sin lugar a dudas una máquina para conmover. Y el orden, la lógica, toda la racionalidad tan preciada por el arquitecto, serÃa utilizada concienzudamente en la búsqueda de una experiencia más sublime. HacÃa más de dos siglos que no se construÃa una edificación eclesiástica verdaderamente importante, no desde las grandes iglesias barrocas. Ronchamp significó el renacimiento de la arquitectura religiosa, y vino paradójicamente de las manos de un ateo.
Ambos religiosos promovÃan un renacimiento del arte cristiano. Argumentaban que las formas y los tipos tradicionales no sólo estaban en decadencia, sino en profunda disonancia con los nuevos tiempos, de modo que “la Iglesia debÃa tender la mano a los más vigorosos creadores del arte y la arquitectura modernas para enmendar la situaciónâ€�. Buscaban retomar un vÃnculo abandonado relativamente hace poco, pues desde sus orÃgenes la Iglesia habÃa colaborado con los más grandes artistas, hasta que el racionalismo de la Ilustración conquistara Europa. La Capilla de Saint-Paul de Vence, comisionada a Matisse por el mismo Couturier, habÃa sido tan solo el comienzo.
Decididos, insistieron porfiadamente hasta que Le Corbusier aceptó el encargo, a pesar del rechazo inicial. NacÃa una relación que traerÃa grandes satisfacciones al arquitecto, primero en Ronchamp, poco después con el Convento de La Tourette. Creaciones poderosas, emocionantes. Cuesta entender cómo un verdadero escéptico haya concebido obras de tan elevada espiritualidad. Ante preguntas como esta, Le Corbusier contestaba: “Yo no he experimentado el milagro de la fe, pero he vivido con frecuencia el milagro del espacio inefableâ€�. No era un materialista, creÃa en el milagro de la arquitectura.
Una máquina para conmover
estableciendo un orden para lo sublime
Hemos analizado numerosas obras, pero jamás discutido, más allá de algún comentario superficial, los factores que hacen de una edificación determinada una buena (o mala) obra de arquitectura. ¿Qué hace de estas creaciones una obra maestra? La Capilla de Ronchamp, por lo que significó para el curso de la arquitectura moderna y la carrera de Le Corbusier, no podrÃa ser mejor objeto de discusión para este tema.
¿Cuál es la buena arquitectura? Más aún, ¿qué podemos definir como mala arquitectura? Usualmente escuchamos responder que un edificio “bello� es una buena obra, en oposición al “feo�. Si hablamos con una persona entendida, quizá llegue más lejos y saque a relucir el clásico triunvirato: una obra ejemplar es aquella que logra el equilibrio entre comodidad, solidez y belleza. La primera es una contestación ingenua e insuficiente, puesto que toda belleza es relativa. La segunda, más sustanciosa, no deja de ser una verdad a medias: aunque sean pocas las edificaciones funcionales y seguras, que como valor agregado tengan cierta calidad estética, la realidad es que la solución de esta ecuación no garantiza que estemos frente a una buena obra de arquitectura. Para ello hace falta algo más.
La arquitectura se mide por la calidad de sus espacios, y un buen edificio es aquel cuyos espacios internos nos inspiran, elevan, hasta el punto de dominar nuestro espÃritu con el poder de sus relaciones, de ese algo más. No hay nada práctico, nada funcional en estas relaciones: es el arte en la arquitectura. Le Corbusier no podÃa haberlo expresado mejor al decir que “Se emplea la piedra, la madera, el cemento, y con estos materiales se levantan casas, palacios: esto es construcción. El ingenio trabaja. Pero, de pronto, me conmueven, me hacen bien, soy dichoso y digo: es bello. Esto es arquitectura. El arte está aquÃ. Mi casa es práctica. Gracias, como doy las gracias a los ingenieros de los ferrocarriles y a la CompañÃa de Teléfonos. Pero no han conmovido mi corazónâ€�.
Todo esto debÃa tenerlo Le Corbusier en mente, sobre todo al tratarse de un templo (¿cuál es la manera más funcional de hablar con Dios?), cuando visitó la localidad por primera vez al pie de los Vosgos franceses, a comienzos de 1950. Un aire sacro se respira en la colina que durante siglos ha dominado el tranquilo pueblo de Ronchamp, atrayendo peregrinos y devotos desde tiempos inmemoriales. Porque si bien el culto a la milagrosa Nôtre-Dame du Haut, la Señora de las Alturas, se remonta a la Edad Media, celtas y romanos habÃan tenido asimismo al monte por sagrado. Todo un hilo de continuidad que se vio profanado con el bombardeo de las fuerzas alemanas en la Segunda Guerra Mundial, en su retirada del territorio francés en 1944. Fue el espÃritu del sitio, todas estas capas de memoria allà sedimentadas, lo que impulsó a la creación de “un lugar de concentración y meditación intensasâ€�, y a una de las más grandes obras de la arquitectura moderna.
Le Corbusier asegura haber tomado los “cuatro horizontesâ€� como punto de partida, relacionando Ãntegramente el edificio con el paisaje circundante desde la cima de la colina. Un altar al aire libre, dispuesto para las misas de los peregrinos, es la expresión más clara y simbólica de este deseo, tal y como podemos apreciar en la fotografÃa. Muros cóncavos y una escultórica cubierta en voladizo se abren al entorno pero reciben al visitante; guardan un secreto pero lo ofrecen delicadamente a quien quiera conocerlo. Refugio, pero forma abierta, como señala el historiador y crÃtico Christian Norberg-Schulz. Masa blanquecina de complejas y ambiguas relaciones, que potencia lo mÃtico del ambiente sin perturbarlo, y capta toda su abrumadora fuerza, su luz, para intensificar el interior con la misma espiritualidad que se percibe fuera.
Los muros del templo se conjugan en un juego de curvas. Muros absurdamente gruesos como aquel inclinado de la fachada sur, del lado izquierdo de la imagen, que llega a medir en su punto álgido 3.70 metros de espesor: algo completamente innecesario al no cumplir ninguna función estructural, ya que cada tanto una columna embutida soporta una porción del peso de la cubierta. Pero nuevamente, no hay nada de práctico en el arte. Y la única explicación para el grosor de aquel muro, rellenado con los escombros de la antigua capilla, es impresionar al espectador que humildemente entre en ella, subyugándolo ante la presencia divina. Las numerosas aberturas, cerradas con cristales claros o de color, proporcionan una luz muy especial al interior del templo, mientras la cáscara de la cubierta flota sobre él. Descansa sobre las columnas pero no toca el muro, como podemos apreciar en las imágenes, y “una grieta de 10 centÃmetros de espesor asombraráâ€�.
La iluminación de las tres capillitas de la iglesia (una de ellas en la fotografÃa), perfectamente aisladas para permitir servicios simultáneos, es muy distinta y mucho más intensa que la de la nave principal. Proviene de las tres torres, únicos referentes verticales del edificio, rematadas todas por medias cúpulas y cuyas aberturas derraman cenitalmente una dulce y sobrehumana luz natural. Un ingenioso sistema de iluminación que Le Corbusier reprodujo magistralmente, basándose en sus observaciones de la Villa Adriana en Tivoli, la antiquÃsima ciudad imperial que se mandara a edificar el emperador Adriano en las afueras de Roma. Llama la atención el detalle del revestimiento de los muros verticales en Ronchamp, con aquella textura granulosa de mortero a la “gunitaâ€� que acentúa luces y sombras. De haber sido lisos, el efecto de una iluminación tan calculada no serÃa el mismo.
El gran maestro a sus 66 años, pilar fundamental de la arquitectura moderna, no habÃa dejado de ser merecedor del mayor de los respetos y de las más sinceras admiraciones. Su extensa obra y pensamiento racionalistas, que lo habÃan dado a conocer al mundo, fue decisiva en la historia de la arquitectura; y no exagero en lo más mÃnimo al decir que la forma de concebir la arquitectura y el urbanismo actualmente debe mucho a este inquieto y apasionado hombre que murió de pie. Sin embargo, al consagrarse la Capilla de Ronchamp en 1953, la sorpresa fue perturbadora para la mayorÃa, y muchos de sus más fieles seguidores no escatimaron en reproches a Le Corbusier. Calificaron despectivamente la obra como “un descenso a la irracionalidadâ€�, de “nuevo barroquismoâ€�. CrÃticas que no dicen demasiado de Ronchamp, pero que dejan entrever las preocupaciones del momento. La sorpresa era entendible: todo lo que Le Corbusier habÃa prohibido y evitado en su juventud, en sus escritos, ahora reaparecÃa con inmensa maestrÃa.
“Des yeux qui ne voientâ€�: eran ojos que no veÃan. No veÃan que más importante que la pureza de las formas y la economÃa de los medios constructivos, es decir, más importante que cualquier elemento estilÃstico, es el fin último de la arquitectura, ese algo más. Si Le Corbusier años antes habÃa dicho que la casa era “una máquina de habitarâ€�, la Capilla de Ronchamp es sin lugar a dudas una máquina para conmover. Y el orden, la lógica, toda la racionalidad tan preciada por el arquitecto, serÃa utilizada concienzudamente en la búsqueda de una experiencia más sublime. HacÃa más de dos siglos que no se construÃa una edificación eclesiástica verdaderamente importante, no desde las grandes iglesias barrocas. Ronchamp significó el renacimiento de la arquitectura religiosa, y vino paradójicamente de las manos de un ateo.
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